
Estoy sentada en una cafetería del centro. He pedido un té con hielo y limón, quizá sea el último té con hielo de la temporada porque miro por la ventana y veo cómo los colores van perdiendo intensidad para ganar diversidad. Intento ordenar mi cabeza para trabajar un poco, pero el calor de la tetera me resulta confortable y acerco mis manos. Me encanta saber que buscaré el mismo calor entre las sábanas. Las imágenes de estar resguardada en una guarida acogedora resbalan por mi mente, como las gotas de lluvia van dejando su reguero de libertad al caer por la ventana. No puedo evitarlo, soy Coleccionista de imágenes. Guardo esos momentos evocadores con un click en mi cabeza. No necesito cámara. Los almaceno en mi disco duro mental para cuando la realidad me atrape como Camisas de fuerza, dejándome inmóvil e indefensa, poder librarme recordando los momentos intensos que hacen que todo merezca la pena.
Miro la taza de mi té ya acabado. Entrecierro los ojos y trato de jugar a adivinar mi futuro en los posos que aún quedan. No soy capaz de adivinar nada, por supuesto, pero lo intento. Intento descifrar esa sensación que me recorre por dentro. Es igual a la que sentía cuando pasaba cerca de la abandonada casa de Tejas verdes en el pueblo donde veraneaba en mi infancia; es una sensación de incertidumbre y curiosidad y me gusta. Me gusta tanto que sonrío y me entran ganas de bailar y reír, a pesar de ser observada, me da igual, ellos no saben lo que yo, que he comprendido que tengo por delante Ahora 100 años de vida. 100 años de felicidad. 100 años con sus respectivos otoños…